martes, 23 de junio de 2015

¡Fantástico!



Para comenzar a adentrarnos en el tema leemos lo dicho por Julio Cortázar en el marco de unas clases de literatura que dio en EE.UU. en el año 1980:

" (...) el desconcierto que me produjo una vez que le presté una novela a un compañero de clase a quien quería mucho. Debíamos tener doce años y la novela que le presté era una que acababa de leer y me había dejado absolutamente fascinado; una de las novelas menos conocidas de Julio Verne, El secreto de Wilhelm Storitz, en la que Verne planteó por primera vez el tema del hombre invisible (...). La novela de Verne no es de las mejores de las suyas pero el tema es fascinante (...). Se la presté a mi compañero y me la devolvió diciendo: No la puedo leer. Es demasiado fantástica. Me acuerdo como si me lo estuviera diciendo en este momento. Me quedé con el libro en la mano como si se me hundiera el mundo, porque no podía entender que ese fuera el motivo para no leer la novela. Allí me di cuenta de lo que me sucedía: desde muy niño lo fantástico no era para mí lo que la gente considera fantástico; para mí era una forma de la realidad que en determinadas circunstancias se podía manifestar, a mí o a otros, a través de un libro o un suceso, pero no era un escándalo dentro de una realidad establecida. (...) Yo aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde entraba todo."
Julio Cortázar.
Clases de literatura.


Una literatura en el límite: el género fantástico

Los relatos fantásticos transcurren en un mundo ficcional muy similar al real. En un contexto en el que todo parece ser común y corriente, irrumpe un elemento o sucede un hecho extraordinario que se transforma en conflicto. Los elementos o situaciones extrañas, mágicas o sobrenaturales que aparecen  son cuestionados por los personajes, que tienen que elegir entre aceptar lo inesperado como posible, intentar explicarlo mediante las leyes naturales o dejar que permanezca en el misterio.
Así, la historia oscila entre lo real y lo irreal, entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo posible y lo imposible. Esta vacilación se conoce como efecto fantástico.
Este género nace en el siglo XIX en oposición al género realista y en contraposición al pensamiento científico. Lo otro, lo desconocido, entendido como lo sobrenatural, empieza a transformarse en algo natural. El género fantástico se hace cargo de todo lo que no se dice o de todo lo que no se puede decir a través de formas realistas.


Fantástico puro, impuro y extraño

Un teórico búlgaro, llamado Tzvetan Todorov propone una clasificación de los relatos fantásticos según cómo los personajes tratan de explicar los sucesos extraordinarios dentro de la historia:

·         FANTÁSTICO PURO: el suceso extraordinario permanece sin explicación. La incertidumbre y la ambiguedad no se resuelven nunca. El efecto fantástico no termina.
·         FANTÁSTICO IMPURO: la incertidumbre se mantiene hasta el final, pero allí se dan indicios que orientan hacia una explicación sobrenatural. Así, lo que parecía imposible se transforma en posible.
·         FANTÁSTICO EXTRAÑO: la experiencia inquietante consiste en que algo familiar se convierte en desconocido; pero finalmente se explica mediante las leyes del mundo real, la razón, la naturaleza y la ciencia.



Los temas de la literatura fantástica

Los cuentos y las novelas fantásticas tratan sobre los temas que siempre han preocupado a la humanidad en su cuestionamiento sobre el mundo y sus limitaciones. ¿Qué es la realidad? ¿Qué hay más allá de lo que podemos percibir? ¿Cuáles son los límites de nuestra mente y del universo?
El hombre abandona por momentos la soberbia de pensar que lo sabe todo y se permite cuestionar sobre su propia percepción. La literatura es escenario de historias que dejan entrar lo sobrenatural como un problema que debe enfrentarse.
Algunas de las temáticas más recurrentes son:
Las alteraciones de tiempo y espacio: aparecen dimensiones desconocidas, viajes al futuro o al pasado, a tierras lejanas e imaginarias en un instante.
La vida y la muerte: los muertos reviven y los espíritus vagan entre los vivos.
El mundo de los sueños y la realidad: se juega con los límites entre el mundo onírico del inconsciente y el mundo exterior. Soñadores que nunca despiertan, sueños dentro de otros sueños, personajes que saltan de un espacio a otro son algunos ejemplos.
Encantamientos y fuerzas sobrenaturales: metamorfosis y transformaciones de todo tipo. Animales que hablan, objetos que se mueven, apariciones y desapariciones.
Personajes sobrenaturales: hombres lobo, vampiros, fantasmas, apariciones, zombies, momias, dioses.



Extraído de Lengua y Literatura 1/2. Editorial SM y de La ficción como creadora de mundos posibles. Editorial Longseller.

miércoles, 22 de abril de 2015

Asnos estúpidos

Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron- lo conozco.
Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.
-De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ese es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron se quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Si, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.

-¡Asnos estúpidos! -murmuró.

Isaac Asimov








martes, 7 de abril de 2015

Antología de cuentos

Un árbol de lilas
María Teresa Andruetto

UNO
Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.

Pasó un señor rico y le preguntó:
-¿Qué hace usted, joven, sentado bajo este árbol, en lugar de trabajar y hacer dinero?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

Pasó una mujer hermosa y le preguntó:
-¿Qué hace usted, hombre, sentado bajo este árbol, en lugar de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

Pasó un chico y le preguntó:
-¿Qué hace usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

Pasó la madre y le preguntó:
-¿Qué haces, hijo mío, sentado bajo este árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
-Espero.

****
DOS
Ella salió de su casa dispuesta a buscar.
Cruzó la calle.
Atravesó la plaza.
Y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar.
Y tenía prisa.

Él, con una sonrisa, la vio pasar.
Alejarse.
Hacerse un punto pequeño.
Desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.

Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.

En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-No lo creo. Me voy –dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.

En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-Lo siento. Pero no. –dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.

En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-Te esperaba hace tiempo. Ahora no –dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.

En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-No. No soy yo –dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.

****
TRES
Ella siguió por el mundo buscando.
Por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
-El que buscas te espera en el banco de una plaza.

Ella recordó al hombre con los ojos de agua.
Al hombre que tenía las manos de seda.
Al de los pies de alas.
Y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza.
Y de un árbol con las flores lilas.
Y de aquel hombre que, sentado a su sombra, la había visto pasar con una sonrisa.

Dio media vuelta y empezó a caminar sobre sus pasos.
Bajó la cuesta.
Y atravesó el mundo.
El mundo entero.
Llegó a su pueblo.
Cruzó la plaza.
Caminó hasta el árbol florecido de lilas.
Y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
-¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?

El hombre que estaba sentado en el banco de la plaza le dijo, con la voz quebrada:

-Te espero.

Después levantó la cabeza.
Y ella vio que tenía los ojos de agua.
Le acarició la cara.
Y ella supo que tenía las manos de seda.
La invitó a volar con él.
Y ella supo que tenía también los pies de alas.

El almohadón de plumas
Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

La última noche del mundo
Ray Bradbury

¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
-Sí, en serio.
-No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.
-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.
-¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
-¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?
-No.
-¿Una guerra bacteriológica?
-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.
-Me parece que no entiendo.
-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.
-¿Qué?
-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
-¿Era el mismo sueño?
-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.
-¿Y todos habían soñado?
-Todos. El mismo sueño, exactamente.
-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.
-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.
-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?
-Creo tener una razón.
-¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.
-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?
-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.
-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?
-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.
-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?
-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?
-No se puede hacer otra cosa.
-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.
-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso... como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.
-¿Por qué crees que será esta noche?
-Porque sí.
-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.
-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.
-Eso también lo explica, en parte.
-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.
-No sé... -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.
-¿Qué?
-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?
-¿Lo sabrán también las chicas?
-No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.
-Bueno -dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.
-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.
-Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.
-Las sábanas son tan limpias y frescas…
-Estoy cansada.
-Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
-Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.
-Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.
-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.

-Buenas noches -dijo la mujer.

El fantasma mordido
P'ou Song-Ling

He aquí la historia que me contó Chen Lin-Cheng: Un viejo amigo suyo estaba echado a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio, medio dormido, la vaga figura de una mujer que, eludiendo a la portera, se introducía en la casa vestida de luto: cofia blanca, túnica y falda de cáñamo. Se dirigió a las habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que iba a hacerles una visita; después reflexionó: «¿Cómo se atrevería a entrar en la casa del prójimo con semejante indumentaria?»
Mientras permanecía sumergido en la perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y penetró en la habitación. El viejo la examinó atentamente: la mujer tendría unos treinta años; el matiz amarillento de su piel, su rostro hinchado y su mirada sombría le daban un aspecto terrible. Iba y venía por la habitación, aparentemente sin intención ninguna de abandonarla; incluso se acercaba a la cama. Él fingía dormir para mejor observar cuanto hacía.

De pronto, ella se levantó un poco la falda y saltó a la cama, sentándose en el vientre del viejo; parecía pesar tres mil libras. El viejo conservaba por completo la lucidez, pero cuando quiso levantar la mano se encontró con que la tenía encadenada; cuando quiso mover un pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido de terror, trató de gritar, pero, desgraciadamente, no era dueño de su voz. La mujer, mientras tanto, le olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas, la frente. En toda la cara sintió su aliento, cuyo soplo helado lo penetraba hasta los huesos. Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia: cuando ella llegara al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella, en efecto, se inclinó para olerle la barbilla. El viejo la mordió con todas sus fuerzas, tanto que los dientes penetraron en la carne.

Bajo la impresión del dolor la mujer se tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose, mientras él apretaba las mandíbulas con más energía. La sangre resbalaba por su barbilla e inundaba la almohada. En medio de esta lucha encarnizada el viejo oyó, en el patio, la voz de su mujer.

-¡Un fantasma! -gritó en el acto.

Pero apenas abrió la boca, el monstruo se desvaneció, como un suspiro.

La mujer acudió a la cabecera de su marido; no vio nada y se burló de la ilusión, causada, pensó ella, por una pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración y, como prueba evidente, le enseñó la mancha de sangre: parecía agua que hubiera penetrado por una fisura del techo y empapado la almohada y la estera. El viejo acercó la cara a la mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió presa de un violento acceso de vómitos, y durante muchos días tuvo la boca apestada, con un hálito nauseabundo.


A enredar los cuentos
Gianni Rodari

-Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
-¡No, Roja!
-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”
-¡Que no, Roja!
-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.
-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”
-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”
-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
-Exacto. Y el caballo dijo…
-¿Qué caballo? Era un lobo
-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?
-Bueno, toma la moneda.

Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

Tips para contar un cuento


Al final del video, elijan las opciones que les interesen y escuchen atentamente los consejos del narrador José Luis Gallego sobre diferentes aspectos a tener en cuenta a la hora de narrar.