Un árbol de lilas
María Teresa
Andruetto
UNO
Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.
Pasó un señor rico y le preguntó:
-¿Qué hace usted, joven, sentado bajo este árbol, en lugar de trabajar y hacer
dinero?
Y el hombre le contestó:
-Espero.
Pasó una mujer hermosa y le preguntó:
-¿Qué hace usted, hombre, sentado bajo este árbol, en lugar de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
-Espero.
Pasó un chico y le preguntó:
-¿Qué hace usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
-Espero.
Pasó la madre y le preguntó:
-¿Qué haces, hijo mío, sentado bajo este árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
-Espero.
****
DOS
Ella salió de su casa dispuesta a buscar.
Cruzó la calle.
Atravesó la plaza.
Y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar.
Y tenía prisa.
Él, con una sonrisa, la vio pasar.
Alejarse.
Hacerse un punto pequeño.
Desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.
Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.
En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-No lo creo. Me voy –dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.
En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-Lo siento. Pero no. –dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.
En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-Te esperaba hace tiempo. Ahora no –dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.
En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
-¿Sos el que busco?
-No. No soy yo –dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.
****
TRES
Ella siguió por el mundo buscando.
Por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
-El que buscas te espera en el banco de una plaza.
Ella recordó al hombre con los ojos de agua.
Al hombre que tenía las manos de seda.
Al de los pies de alas.
Y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza.
Y de un árbol con las flores lilas.
Y de aquel hombre que, sentado a su sombra, la había visto pasar con una
sonrisa.
Dio media vuelta y empezó a caminar sobre sus pasos.
Bajó la cuesta.
Y atravesó el mundo.
El mundo entero.
Llegó a su pueblo.
Cruzó la plaza.
Caminó hasta el árbol florecido de lilas.
Y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:
-¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?
El hombre que estaba sentado en el banco de la plaza le dijo, con la voz
quebrada:
-Te espero.
Después levantó la cabeza.
Y ella vio que tenía los ojos de agua.
Le acarició la cara.
Y ella supo que tenía las manos de seda.
La invitó a volar con él.
Y ella supo que tenía también los pies de alas.
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo
escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus
soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba
una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él,
por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres
meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda
hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en
que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el
más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de
desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda
la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese
extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido
por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa
hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro
que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo
salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró
largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa
de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el
último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso
absolutos.
-No sé -le
dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como
hoy, llámeme enseguida.
Al otro día
Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia
dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida.
Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en
su dirección.
Pronto
Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la
cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca
para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán!
¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán
corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo,
Alicia, soy yo!
Alicia lo
miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato
de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano
de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus
alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos
volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose
de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y
siguieron al comedor.
-Pst... -se
encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que
hacer...
-¡Sólo eso
me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue
extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero
cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche
se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la
sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde
el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la
cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón.
Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego
el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama,
y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia
murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor!
-llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se
acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
-Parecen
picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a
la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta
lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?
-murmuró con la voz ronca.
-Pesa
mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo
levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la
boca.Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria
del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia.Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los
almohadones de pluma.
La
última noche del mundo
Ray
Bradbury
¿Qué
harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
-Sí, en serio.
-No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas
jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas
verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.
-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.
-¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
-¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?
-No.
-¿Una guerra bacteriológica?
-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos,
un libro que se cierra.
-Me parece que no entiendo.
-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A
veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los
cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho.
Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.
-¿Qué?
-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz
irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse
en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la
oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le
pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de
que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero
dejé que me lo contara.
-¿Era el mismo sueño?
-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció
sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la
oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar,
simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos
clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la
calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.
-¿Y todos habían soñado?
-Todos. El mismo sueño, exactamente.
-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya
moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las
tazas y bebieron mirándose a los ojos.
-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.
-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de
negarlo. ¿Por qué?
-Creo tener una razón.
-¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre
ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer
levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.
-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla
mirándola-. ¿Tienes miedo?
-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.
-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?
-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico.
De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.
-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?
-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi
nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido
muchas cosas, muchas cosas abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las
calles.
-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi
trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás,
los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño.
¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?
-No se puede hacer otra cosa.
-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por
primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las
próximas horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas,
acostar a los niños, acostarse. Como siempre.
-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso... como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.
-¿Por qué crees que será esta noche?
-Porque sí.
-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa
fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como
son, en todo el mundo, y por eso es el fin.
-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a
través del océano y que nunca llegarán a tierra.
-Eso también lo explica, en parte.
-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los
platos?
Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media
acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las
luces del cuarto y entornaron la puerta.
-No sé... -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la
pipa entre los labios.
-¿Qué?
-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un
poco de luz?
-¿Lo sabrán también las chicas?
-No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y
escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la
chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media.
Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada
cada uno a su modo.
-Bueno -dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.
-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.
-Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se
desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.
-Las sábanas son tan limpias y frescas…
-Estoy cansada.
-Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
-Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento
después estaba de vuelta.
-Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin
dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno,
tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.
-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.
-Buenas
noches -dijo la mujer.
El
fantasma mordido
P'ou Song-Ling
He
aquí la historia que me contó Chen Lin-Cheng: Un viejo amigo suyo estaba echado
a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio, medio dormido, la vaga
figura de una mujer que, eludiendo a la portera, se introducía en la casa
vestida de luto: cofia blanca, túnica y falda de cáñamo. Se dirigió a las
habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que
iba a hacerles una visita; después reflexionó: «¿Cómo se atrevería a entrar en
la casa del prójimo con semejante indumentaria?»
Mientras
permanecía sumergido en la perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y
penetró en la habitación. El viejo la examinó atentamente: la mujer tendría
unos treinta años; el matiz amarillento de su piel, su rostro hinchado y su
mirada sombría le daban un aspecto terrible. Iba y venía por la habitación,
aparentemente sin intención ninguna de abandonarla; incluso se acercaba a la
cama. Él fingía dormir para mejor observar cuanto hacía.
De
pronto, ella se levantó un poco la falda y saltó a la cama, sentándose en el
vientre del viejo; parecía pesar tres mil libras. El viejo conservaba por
completo la lucidez, pero cuando quiso levantar la mano se encontró con que la
tenía encadenada; cuando quiso mover un pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido
de terror, trató de gritar, pero, desgraciadamente, no era dueño de su voz. La
mujer, mientras tanto, le olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas,
la frente. En toda la cara sintió su aliento, cuyo soplo helado lo penetraba
hasta los huesos. Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia:
cuando ella llegara al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella, en
efecto, se inclinó para olerle la barbilla. El viejo la mordió con todas sus
fuerzas, tanto que los dientes penetraron en la carne.
Bajo
la impresión del dolor la mujer se tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose,
mientras él apretaba las mandíbulas con más energía. La sangre resbalaba por su
barbilla e inundaba la almohada. En medio de esta lucha encarnizada el viejo
oyó, en el patio, la voz de su mujer.
-¡Un
fantasma! -gritó en el acto.
Pero
apenas abrió la boca, el monstruo se desvaneció, como un suspiro.
La
mujer acudió a la cabecera de su marido; no vio nada y se burló de la ilusión,
causada, pensó ella, por una pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración
y, como prueba evidente, le enseñó la mancha de sangre: parecía agua que
hubiera penetrado por una fisura del techo y empapado la almohada y la estera.
El viejo acercó la cara a la mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió
presa de un violento acceso de vómitos, y durante muchos días tuvo la boca
apestada, con un hálito nauseabundo.
A enredar los cuentos
Gianni
Rodari
-Érase
una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
-¡No,
Roja!
-¡Ah!,
sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”
-¡Que
no, Roja!
-¡Ah!,
sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.
-No:
“Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
-Bien.
La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
-¡Qué
lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
-Y
el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”
-¡Qué
va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”
-Tienes
razón. Y Caperucita Negra respondió…
-¡Era
Caperucita Roja, Roja, Roja!
-Sí.
Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
-¡Qué
va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
-Exacto.
Y el caballo dijo…
-¿Qué
caballo? Era un lobo
-Seguro.
Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral,
tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja
los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
-Tú
no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no
importa, ¿me compras un chicle?
-Bueno,
toma la moneda.
Y
el abuelo siguió leyendo el periódico.