Naron,
de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los
anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las
numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la
inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían
llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación
Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con
anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado.
La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de
adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño
nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.
En
aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó
la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron
-saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno,
bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro
grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo,
estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un
grupo nuevo. ¿Quiénes son?
El
mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en
cuestión.
-Ah,
sí -dijo Naron- lo conozco.
Y
con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el
nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el
cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios
habitantes.
Escribió,
pues: La Tierra.
-Estas
criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha
pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una
equivocación, espero.
-De
ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han
llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí,
señor.
-Bien,
ese es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el
espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En
realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos
comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron
se quedó atónito.
-¿Ni
poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía
no, señor.
-Pero
si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las
explosiones?
-En
su propio planeta, señor.
Naron
se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En
su propio planeta?
-Si,
señor.
Con
gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en
el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio
y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.
-¡Asnos
estúpidos! -murmuró.
Isaac Asimov
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